Extreme make over

Desde que la memoria me funciona hasta bien entrada la adolescencia la relación que tuve con Dios fue una mezcla entre aquello que me ensañaron en colegio católico -el discurso de que Dios está en todas partes, observando, dispuesto a castigarte al menor pensamiento impuro que tengas- alguna que otra idea del cura medio revolucionario que nos preparó para la primera comunión, pero sobre todo, la imagen que me regalo mi hermana.

Con todo esto, al pensar en Dios dirigía mis palabras a un abuelito de largas barbas, sotana blanca y cinturón dorado, con dotes de extraordinario mago, que podía ser violento para castigar pero también benevolente para perdonar, lo importante era mostrar tu arrepentimiento y prometer no volver a caer en las garras del pecado.

Por lo general sólo hablaba con él cuando quería pedirle algo, que el profesor no me pida la tarea, que posterguen el examen, que mis padres no se den cuenta de que perdí o rompí algo… básicamente, cuando necesitaba que alguien solucione los problemas insignificantes que, según yo, amenazaban el futuro de mi alma.

Durante mi adolescencia la imagen de Dios que tenía en mi cabeza sufrió un cambio radical de imagen, el abuelito que tenía tantas canas como sabiduría fue reemplazado por Jesús con un toque hippie, fruto de mi manera de vestir durante esos años, también cambio la manera de comunicarme con él, así que parte de mis peticiones fueron reemplazadas por conversaciones filosóficas y no siempre entendí las respuestas disfrazadas de señales que solía darme.

Su nivel de tolerancia se hizo más amplio que el que me imaginaba durante la niñez, se convirtió en una especie de cómplice que reía mis ocurrencias y mis meteduras de pata. Conservando el toque mágico, pues consiguió salvarme de mis propias decisiones en los momentos en que más lo necesite.

En estos días, he redescubierto la imagen de Dios que de cierta manera ha madurado conmigo, supongo que mantiene un aire de joven revolucionario, pero ya no me interesa cual es el look de la temporada, prefiero pensar en la sabiduría que muestran sus ojos. Somos grandes amigos le cuento mis cosas y el me escucha paciente, entiende las heridas de mi corazón, mis soledades, mis angustias… pero sigue riendo de mis bromas y sobre todo aun me tiende su mano amiga -aunque ya las sé sin magia- que no ha perdido ese calido y reconfortante sabor a hogar.